Naranjas amargas para una Sevilla que se está acostumbrando al regusto de los sabores descafeinados, a la amargura como parte de su estado de ánimo.
Cuando estaba aún en el cole, vi una vez a unos turistas incautos que, viendo los árboles repletos de naranjas, decidieron tomar una para comérsela. La cara que pusieron al metérsela en la boca no tuvo precio. Sevilla tiene esas cosas: una ciudad llena de árboles frutales cuyos frutos solo ansían con pasión los hijos de la Gran Bretaña para hacer mermeladas.
Amarga es la naranja y amargos están siendo estos meses, en los que se nos ha ido borrando poco a poco el carácter que nos definía. No solo a los sevillanos, sino al sur, ese sur que presumió de vivir en la calle porque el sol nos pedía que saliéramos a gritos. Los vástagos del sol, alegres por fuera y un poco amargos por dentro, como dejaba caer Miguel Hernández («Andaluces de relámpagos/ Nacidos entre guitarras/ Y forjados en los yunques/ Torrenciales de las lágrimas»). Sabíamos mantener a raya ese equilibrio entre la jarana y la amargura. Por eso tenemos una Amargura que desborda alegría en San Juan de la Palma, le ponemos cornetas a un Dios muerto entre flores, nos dejamos seducir por la ciudad efímera de farolillos aunque una vez pasada esa semana se difumine el espejismo… Y sabemos que, sea la del Arco, la del Ancla o quizá solo el sueño del profano nacimiento de las flores, el camino es aferrarse a la Esperanza.
Hoy desde la ventana se escuchaban los gritos en el parque. Dueños de perros y padres con hijos discutían para todo el barrio sobre quién tenía más derecho a usar el parque. El parque callado, con los columpios precintados (algunos, porque ya hay quien se ha dedicado a desprecintarlos), con su litroneo vespertino y sus matorrales llenos de la mierda que no viene sola a ponerse a la sombra, alguien la tirará. Pero lo del parque ya no me parece raro. Es el carácter que se nos va amargando por la caída de la enésima gota en forma de discurso político, que ya va colmando el vaso de las falsas esperanzas. El amargor del que espera y espera, obedece y da otra oportunidad. Y la amargura del que confía una vez más en el nuevo plazo de la vacuna, en lo bien que van a venir estas medidas, en que la gente no va a saltarse las normas, en que todos van a hacer su parte. Como la hacemos muchos de nosotros. El amargor del carácter que nos hace saltar a la primera de cambio y estar irascibles continuamente, la amargura que va por dentro y que nos hace un poco más difícil el día a día. La rabia.
Recuerdo un artículo de opinión cuando ocurrieron los atentados de París y la masacre de la Sala Bataclán. Un editorial de la Revista GQ decía que el terrorismo no había venido solo a atacarnos personalmente, a sembrar el miedo, sino también a atacar nuestra forma de ver la vida y de vivirla. A los terroristas se les pueden poner unas esposas, pero a este virus no. Este virus se mueve invisible por el aire, tan sutil que puede vivir en el pomo de una puerta, delante de una tienda o en el botón de un ascensor. Pero también ha venido, sin ideologías que sustenten lo que hace, a decirnos que la vida como la entendíamos no es posible, al menos de momento.
El virus ha venido a decirle a París que no puede ser París, a Roma que no puede ser Roma y a Sevilla que no puede ser Sevilla. Que probablemente no habrá primavera, ni tintineos de copas en una larga mesa en Navidad, ni caramelos recorriendo el aire en una tarde de enero, ni tantas cosas que dimos por hechas y ahora están deshechas. Pero de peores hemos salido.
Por la ventana, vuelvo a mirar el parque. Cuando se acerca el mediodía, hay niños en los columpios. Un padre subido en uno de ellos incluso anima a su hijo a que pierda el miedo y se suba, otro mira tranquilo a su hija en el tobogán. Quizá sea eso, hemos entendido que había que perderle el miedo pero de paso hemos olvidado que hay que seguir teniéndole respeto. Ese niño que se balancea en el columpio irá el lunes al cole, con 25 niños más y una profesora que ya se pasa más tiempo lavando manitas de pequeños que enseñando matemáticas. Y entonces clamaremos al cielo porque hay que ver que no han cerrado las escuelas. O lamentaremos cuando nos quedemos sin bares pero éramos de los que nos fumábamos un cartón en la mesa cuando no se puede (y yo soy fumador, ojo) o nos congregábamos 15 en torno a dos mesas altas. Y dirán ustedes: que les multen. En una ciudad que tiene menos policías de los que le corresponde… ¿Se imaginan que tengamos que poner a los agentes a vigilar unos columpios o a ver quién fuma y quién no en un bar o quién se quita la mascarilla por la calle porque va a mandar un audio, aunque se escucha igual con la mascarilla puesta?
No debemos ser policías de balcón, debemos ser cada uno de nosotros responsables de calle. La picaresca en tiempos de pandemia no tiene ninguna gracia. Y a pesar de que las medidas políticas sigan dando bandazos no se sabe muy bien hacia dónde, pongamos de nuestra parte en las pequeñas cosas no solo para que esto pase, sino para que lo haga lo antes posible. Por la salud, por la economía, por nuestros trabajos, por nuestra idiosincrasia y por lo que tenemos la responsabilidad de ser: un ejemplo para los que nos toman de modelo. Y así, espero que pronto, el único amargor de la ciudad será el de las naranjas. Y la única Amargura perpetua, la que vive en San Juan de la Palma.