Castilla volvió a ser ayer un cuadro del siglo XIX, con la luz más genuina de una pintura de Sorolla y la paleta de primaveras con la que hilvanó los siglos el pincel de Bacarisas. El Rocío de Triana regresó hasta el arrabal y se trajo consigo la brisa de las marismas que mecía los adornos de los balcones.
La calle Castilla es una vía que más que pervivir, sobrevive. En ella las tabernas se enfrentan a los silencios, las cubas de obras se miran con las fachadas castizas y las últimas tiendas observan con zozobra las persianas cerradas. Por eso en ninguna calle del recorrido como en esta, se ven los ojos de esperanza. Los balcones se visten de mantones y los postigos se abren para acoger a las vecinas de siempre de aquellos corrales que ya solo viven en la memoria.
No hay cohetes que pregonen, no hay avanzadilla de pólvora que indique al barrio que la ‘Chiquitita’ vuelve a casa. Solo queda afinar el oído y adivinar entre el gentío el sonido de los caballos sobre el adoquín. En la Basílica que sirve de vigía suenan las campanas. La gente se arremolina en torno a la fachada de azulejos que es la casapuerta del Cristo que nunca ha visto ni Sevilla ni Triana.
Suenan la plata y las sevillanas, y en un mar de sombreros y flores enredadas en el pelo, aparece el Simpecado. Con la candelería encendida y las flores nuevas se ponen Rocío y Patrocinio cara a cara. El Viernes Santo frente al Lunes de Pentecostés. El duelo y la inspiración. Y allí, en un mar de vivas, la carreta empieza a desempolvar sus recodos con la vista puesta en su casa de Evangelista.
El avance por Castilla es una fiesta, pero sobre todo es la vuelta a la vida. ¿Un espejismo? Quizá. Los bares tienen sus mesas a rebosar, hasta de las nuevas promociones de viviendas se asoman vecinos a los balcones, hay mantones cuyos flecos se mueven al son del viento del Guadalquivir, los niños en brazos de sus padres miran con la boca abierta los caballos y los ojos de aquellos que tuvieron que irse se vuelven a encontrar con los que se quedaron. Es el milagro del Rocío de Triana.
Y el momento se potencia con ese milagro que se produce cada tarde en la profundidad de esta calle: El sol marchándose por el Aljarafe que convierte Castilla en ese eterno túnel por el que el sol se asoma cada tarde. Los rayos de luz entran por la trasera del Simpecado mientras la carreta avanza hacia la Parroquia de la O. Desde un balcón privilegiado, un conjunto de mujeres con los ojos vidriosos y la sonrisa puesta compite con la banda para hacer sonar sus sevillanas al paso de la carreta. Son el foco de todas las miradas mientras los bueyes se dejan querer un poco para recibir el calor de las palmas.
Al llegar a La O la multitud aguarda. La policía, que custodia la carreta, va abriendo paso a los bueyes y haciendo avanzar a los muchos vecinos que han querido hacer este trocito del camino. Hay mujeres en batas veraniegas, jóvenes con sus móviles buscando la última foto para su perfil, romeros con la sonrisa cansada de saber que el camino acaba… Una nueva Salve se reza como se rezó ante El Cachorro, y los azulejos de la torre de la parroquia reflejan los últimos rayos de sol como un faro. Para despedir al Simpecado, de los balcones cae una lluvia de pétalos que perfuman la plata. La tarde se apaga, la cera de los guardabrisas se consume. Y en el relente va quedando una Castilla orgullosa que ve marcharse por San Jorge la espalda blanca del Simpecado con un séquito de carretas de colores. El rito cumplido.
A la calle Castilla solo le hace falta un Simpecado para viajar atrás en el tiempo y volver a un tiempo pasado que algunos dicen que fue mejor. La campanillas de plata despiertan a los presentes del sueño. La realidad vuelve. La espera, de nuevo, comienza.
Miguel Pérez Martín