No exageramos si decimos que el olor del adobo de Blanco Cerrillo es patrimonio sensorial de la ciudad. Como lo es el azahar en los albores de cada primavera o el incienso del Domingo de Ramos en las calles del centro. Los boquerones en adobo son el santo y seña de la calle más comercial de la ciudad, y ahora ha desembarcado en Triana. Ayer estuvimos en su nuevo local en la calle Peñaflor y podemos deciros que han venido para quedarse.
El arrabal es muy suyo. Lo que podría haberse considerado como una invasión desde la otra orilla, nos ha dado exactamente igual. Es acercarse a este nuevo local con una populosa terraza y con el olorcito ya se te olvida todo. ¿Quién tiene penas cuando hay boquerones en adobo? El barrio, con solo una semana de local abierto, abarrotaba literalmente la terraza de este Blanco Cerrillo de tradición incuestionable. Le beneficiaba también la localización junto a un parque infantil, porque los padres encontraban en este nuevo local un sitio de los de siempre desde el que vigilar a sus hijos cerveza en mano.
Lo primero fue lo obvio: platazo de boquerones en adobo para los cinco que nos acercamos a probar este nuevo bar. Volaron en el plato. Perfectamente hechos y con un sabor para que se te caigan los lagrimones. Como comentábamos, no tienen ese rebozado fino que te piden en los Masterchef del mundo ni el emplatado de un dos estrellas michelín, pero es que te importa un pimiento. No hay estrellas para premiar lo que vende Blanco Cerrillo: una tapa inmortal para la historia gastronómica de la ciudad. Tan emocionados estábamos con los boquerones, que tuvimos que pedir un segundo plato. Son droga, pero de la buena.
Después pasamos a la ensaladilla, otro platazo que aquí está sabroso y es contundente. Pedazo de ración la que nos colocaron delante como una montaña nevada de patatas y mayonesa que quitan el sentío. Además, siempre han tratado bien la patata en este local. Su tortilla en el bar de la bocacalle de Tetuán es de las que hacen época, y en Triana la tienen campera, pero ayer debió tener tanto éxito que cuando llegamos al bar ya no había.
Para terminar, apostamos por algo que nunca habíamos pedido en este establecimiento en Tetuán: croquetas. Cualquiera que escriba de gastronomía te dirá que unas croquetas pueden ser el baremo perfecto para medir lo que la cocina de un bar tiene que ofrecer. Pues menos mal que las pedimos. Qué barbaridad. Crujientes y morenas por fuera, líquidas y suntuosas por dentro, y con un peculiar toque de hierbabuena en la bechamel que hace despertar los sentidos. Aunque no sea un clásico de Blanco Cerrillo, sin duda es algo que no te puede perder. También tienen montaditos y pavia, que puedes consultar en lo que el camarero llama «la tablet», que es una hoja doblada en cuatro arrancada de un cuaderno en la que están apuntadas las tapas del día a mano. Magia.
Salimos satisfechos y, si nos hubiéramos puesto, habríamos pedido un tercer plato de boquerones. Madre mía que sortilegio el de ese adobo. Y nos aventuramos a hacer una predicción: Blanco Cerrillo no solo ha venido a conquistarnos. Ha venido a quedarse con todas las de la ley durante décadas, despachando boquerones en adobo e integrándose en la ruta de los bares clásicos con solera de Triana como Ruperto o Las Golondrinas. Las puntas de solomillo y los pajaritos ya tienen un compañero marítimo para ofrecer el contrapunto. Se llama ‘boquerón en adobo’ y es un tesoro inmortal que Sevilla le regala al mundo.
Miguel Pérez Martín