Cuando eres niño te enseñan que una estrella es un lugar de ilusión, de emoción y de reencuentro. Y la luz de un domingo de primavera.
Las estrellas son, cuando somos niños, esos lugares mágicos que brillan en el firmamento y en los que pueden esconderse los mejores momentos de la vida. Es la guía que alumbra en la noche clara y fría de enero a tres reyes que entran en nuestras casas mientras dormimos para hacernos sonreír. O ese remoto faro al que se dirigían uno niños volando desde su alcoba guiados por Peter Pan. La luz tras la que se escondía el mundo onírico de Nunca Jamás, donde un pirata tiembla ante el tic tac de un reloj y los gobernantes son jovencitos imberbes.
Una estrella es la manera en la que nos enseñan a afrontar la muerte cuando somos pequeños, en lo que nos dicen que se han transformado nuestros abuelos y padres cuando su tiempo se acaba en este mundo. Y desde ese fulgor en la noche nos vigilan y nos cuidan. Y son las estrellas el único mapa que no necesita dibujantes ni pergaminos, el que guía los barcos a buen puerto.
Pero a Triana le enseñaron que las estrellas dan también nombre a la Mujer que vive en San Jacinto, a la que siempre llora pero no desespera, a la que toma aire con su boca entreabierta porque la vida sigue y a la que mira hacia abajo buscando la mirada de su barrio en una tarde de azahares en el Altozano. La llaman ‘la Valiente’, pero solo hace lo que hacen las madres cuando el hijo sufre. Romperse en dos y luego recomponerse, tomar aire y seguir luchando hasta que las fuerzas se agoten. La Estrella del Domingo de Ramos es el recuerdo del niño que apenas ha dormido soñando con vestirse de nazareno y cruzar el puente, es el Hijo de Dios que mira al cielo en busca de esa Estrella que le guíe en el camino de la amargura, es ese «aire pa mis penas» que pregona el capataz y, sobre todo, es la luz hecha palio que camina sobre las aguas en la madrugada, cuando en el arrabal comienzan a aflorar los bostezos.
Una estrella es la metáfora de la ilusión y del recuerdo, el fascinante brillo en la noche que tiene un nombre para cada uno de nosotros. Y en la mano de la dolorosa, el relicario tiene forma de estrella porque no quiere perder de vista esa lista de nombres con los que hemos bautizado a los astros del firmamento. Mientras los que se marcharon cuidan de nosotros, ella cuida de los que se fueron y de los que seguimos aquí. Y cuando el domingo acaba y las puertas de la capilla se cierran tras haber recibido a una Sevilla que viene buscando la luz en tiempos oscuros, no es una noche distinta. Porque la Estrella nunca se apaga, y mañana volverá a ser sendero para los navíos, ilusión de los niños y consuelo de los mayores. Y, por muy oscura que sea la noche, la luz que siempre hay al final del túnel.